La piel es la frontera que nos separa del mundo exterior, y es el órgano más grande del organismo, si se calcula que, en un adulto, tiene una extensión de dos metros cuadrados y pesa alrededor de seis kilos.
Durante la gestación, tanto la piel como el sistema nervioso se originan en una misma capa de células embrionarias, llamada ectodermo. Esta procedencia común, y el hecho de compartir múltiples sustancias químicas, explican la íntima y permanente relación que ambos tendrán en el transcurso de la vida.
Por este motivo, la piel es muy reactiva a las emociones, ya sea el miedo («estaba blanco como un papel»), la vergüenza («estaba rojo como un tomate»), la ansiedad («empapado por los nervios»), o la ira («violeta por la bronca»). En rigor, funciona como un sofisticado termómetro que registra la intensidad de nuestras emociones. En realidad, es una superficie que revela de manera indirecta cuando no se las expresa por la vía del lenguaje.
Casi el 50% de los pacientes que acuden al dermatólogo padece algún trastorno emocional o psicológico asociado, aunque no está plenamente demostrado que la mente origine los cambios de la piel . En la mayoría de los casos, lo emocional es un poderoso factor desencadenante que se suma a la predisposición genética, el ambiente y el estilo de vida. En un artículo publicado por E. Farber en el Journal of the American Academy of Dermatology, sobre una investigación en 6800 pacientes, casi en un 40% de los casos la ansiedad, el estrés, la depresión, los problemas conyugales y los económicos fueron desencadenantes de psoriasis. Aunque la polémica de origen psicológico de las enfermedades de la piel sigue abierta, sin lugar a dudas se genera un círculo vicioso, ya que las lesiones de la piel afectan al sistema nervioso y los nervios afectan a la piel. Cuando las lesiones de la piel son visibles (eczema, acné, psoriasis, vitiligo, etc.) producen además una repercusión negativa en la imagen corporal del individuo, en su bienestar y en su adaptación social. Es muy común, por ejemplo, que los adolecentes que tienen acné padezcan de ansiedad, depresión o fobia social y un 10% de los casos presente, a futuro, secuelas psicológicas crónicas, aunque el acné desaparezca. El estrés prolongado, la angustia, los temores y la tristeza, producen efectos negativos sobre el organismo y la piel no está exenta de ellos. Estos estados emocionales aumentan el nivel de cortisol y adrenalina, hormonas que, como en una cascada, alteran los niveles de otras (tiroides, estrógenos y testosterona) y éstas, a su vez, afectan la piel directamente. A modo de ejemplo, podemos mencionar que las glándulas sebáceas de la piel se encargan de producir cierto nivel de grasa (que la humecta y protege de agentes externos que puedan lesionarla), tarea que está bajo control de la hormona testosterona, en ambos sexos. Cuando por una situación de estrés se alteran los niveles de esta última, se genera una sobreproducción de grasa cutánea, lo que predispone a la aparición de acné. Las inscripciones del sufrimiento nervioso en la piel no siempre desaparecen facilmente; incluso muchas veces, las marcas perduran para siempre como un «tatuaje emocional».
Agradecimientos: Revista Viva.